Problemas de un vegetariano de Huelva en la Guerra Civil
Hace cosa de quince años adquirí en un anticuario de Valladolid los restos de una biblioteca médica, al advertir que escondían algunos manuscritos y piezas mecanografiadas que me resultaron interesantes. Uno de ellos es el que presentamos y se refiere a Luis García Lorenzana. No sé quién lo escribió, ni qué hacía en Valladolid. Pregunté más de una vez al doctor Orozco sobre un posible autor onubense, hice lo propio con tesistas suyos de la ciudad del Odiel, y el resultado fue siempre negativo.
En homenaje a don Antonio lo traigo hoy aquí, advirtiendo lo que se infiere de las líneas anteriores: que no es un trabajo de investigación mío, que me limito a transcribirlo y ponerlo a disposición de quien sea a la hora de estampar su firma.
Tampoco el personaje tiene una trascendencia científica puntera. El apunte biográfico de mano anónima se refiere a Luis García Lorenzana: nacido en Cuba, estudiante de bachillerato en el Instituto Británico de Madrid, ingeniero de minas con ampliación de estudios en Escocia, Gales, Suecia y Noruega; trabajador en minas de León, encargado de localizar afloramientos de agua en las Canarias, llamado por el gobierno argentino para hacer lo propio en La Pampa; ingeniero jefe de minas en Huelva, empleado del Instituto Geológico y Minero de Madrid; vegetariano, presidente de la Sociedad Teosófica Española, marido de la artista catalana Pepita Maynadé… Su mayor interés radica en que se trata de un testimonio de primera mano, por eso nos atrevemos a traerlo aquí In memoriam del Profesor Orozco.
– Anastasio Rojo Vega
Apuntes biográficos. Don Luis García Lorenzana.
Caía la tarde calurosa de un día de Agosto de 1936. En el Gobierno Civil de Huelva, se ultimaban las listas de los desgraciados que, aquella noche, habrían de ser sacados de las cárceles fascistas para ser asesinados en la carretera y alrededores del cementerio.
El Gobernador Civil –un comandante de la Guardia Civil que, al día siguiente de la sublevación militar, partía de Huelva para sofocar la rebelión de Sevilla del General Queipo de Llano, al frente de una compañía de guardias de asalto y que, al llegar a Sevilla se unía a los sublevados– preguntaba sorprendido, por la presencia en las listas de aquel día, de algunos masones, que quiénes eran peores: si los masones, los teósofos o los ateos; a lo que contestó D. Carlos, el capellán de un conocido Centro de Enseñanza, que los peores de todos eran los teósofos; pues, si bien los masones eran enemigos declarados de la Iglesia y de Dios, los teósofos, por su panteísmo, se creían ellos mismos dioses; pero dioses del Averno y genios del Mal.
El teniente Sarrión, agregó: “Tan canallas son unos como otros, y esta es la cizaña que hay que extirpar a tiempo”. El presidente de la Diputación, Caibol, Ingeniero de Minas, que se había enrolado en la sublevación, más que por convicción, por “snob”, por ser amigo de juventud del líder nacional Fernández Cuesta, hombre culto, viajero infatigable, palideció al oír aquellas barbaridades, pensando en su íntimo amigo y compañero, García Lorenzana, Presidente de la Sociedad Española de Teosofía, que vivía retirado en su “cenobio” de El Conquero, que abandonaba por las mañanas para trabajar junto a él en las oficinas de la Jefatura Provincial de Minas.
El Gobernador, ante las opiniones del cura y del teniente, sobre los teósofos, exclamó: ¿Se sabe quiénes son esos teósofos en la provincia?
El Jefe de Policía dijo: “Aquí no se conoce más que a García Lorenzana, que es ingeniero de minas; pero nunca se le han conocido actividades ilegales políticas ni de ninguna otra clase. Aquí D. Federico, que es compañero suyo de carrera, podrá ilustraros”.
El aludido manifestó que, como compañero, era excelente; como ingeniero, muy competente, y una gran persona; pero, por sus ideas, parecía un poco chiflado”.
¡Bueno, bueno! –exclamó el Gobernador dando un puñetazo en la mesa: Que le metan en la lista de esta noche.
Un silencio denso siguió a estas palabras, que rompió el ingeniero Caibol para despedirse con un cortés “buenas tardes”. Caibol se fue a su casa y se puso al habla, por teléfono, con el conserje de la Jefatura de Minas, a quien dijo que fuera inmediatamente a verle en su casa.
El viejo conserje se encaminó presuroso a casa del ingeniero Caibol, para escuchar sus órdenes.
Al llegar, ya le esperaba éste y le dijo sin preámbulos: Lléguese Vd. a casa del Sr. Lorenzana y dígale de mi parte que esta noche van a ir a buscarle para “darle el paseo” –frase que se empleaba en el argot falangista para los crímenes o fusilamientos de la madrugada–, que expurgue su biblioteca de libros de teosofía y que se quite él de en medio, que se esconda, que huya.
El empleado se quedó atónito: ¡Fusilar a D. Luis que es un santo! ¡Si él no se mete en política! Y echó a andar murmurando, camino de El Conchero, donde vivía su Jefe, el ingeniero D. Luis García Lorenzana.
Le halló sentado en el pequeño jardín que rodeaba su casa, y después de saludarle, le dijo que traía para él un recado de D. Federico; pero que quería decírselo en el interior de la casa. Una vez dentro, el empleado de la Jefatura de Minas, le comunicó casi literalmente, las palabras que D. Federico Caibol había dicho momentos antes. D. Luis se quedó silencioso, mirándole fijamente, como abstraído, como si no hubiera oído, como si no hubiera querido oír; y, de pronto, pausado y sereno, le dijo: “Dé Vd. las gracias a mi amigo Caibol, y dígale que si saben esos desgraciados el crimen que van a cometer fusilando a un inocente. Dígale Vd que no estoy acostumbrado a obrar coaccionado por el miedo; que no hago ningún expurgo de mi biblioteca y que no abandono mi casa. ¡Que sea lo que Dios quiera!
Aquella noche, como todas después de la cena, el Gobernador y demás miembros civiles y militares, se reunían a tomar café al aire libre en la cervecería Viena, instalada en los bajos del Gobierno Civil. Allí también, como todos, compareció el Presidente de la Diputación, Sr. Caibol, sentándose al lado del Gobernador que se adelantó a ofrecerle una silla. Bien pronto la conversación entre ambas autoridades recayó sobre el tema de la tarde, sobre teosofía y los teósofos, sugerida por Caibol: –¿Quiere Vd saber lo peligroso que son los teósofos?. Esta tarde, cuando suscitó el tema no quise insistir por no llevar la contraria a D. Carlos, el cura, que ve brujas, demonios y rojos por todas partes. Yo he tratado con teósofos en España y fuera de España, y me precio de tener grandes amigos entre ellos. La Teosofía es un modo de concepción del mundo y de la vida, distinto al cristianismo, y muy parecido al hinduismo, que cree en una permanente evolución de la vida y de las cosas, desde la materia inerte, mineral, hasta llegar a formar parte del todo espiritual que sería Dios; pasando por los reinos vegetal, animal y humano, y éste, no en una sola experiencia, en una sola vida, sino a través de muchas reencarnaciones, como en la religión hindú, hasta llegar a la perfección para reintegrarse en el Todo. Los teósofos son idealistas, pacíficos, rechazan la violencia y aspiran a hacer una fraternidad universal de toda la humanidad por el amor, sin discriminación de razas, credos, cultura, religión, etc. En su conducta privada son idealistas, románticos, serenos, altruistas y humildes, de costumbres austeras, por lo general vegetarianos y algo “chiflados”, como le decía esta tarde.
Pensaba en el amigo y compañero que acababan de condenar, sin conocerle; aquella tarde en el Gobierno Civil, y, por ello, abandoné la reunión precipitadamente. No podía seguir oyendo aquel cúmulo de falsedades, patrañas y mentiras en torno a hombres a quien ni siquiera conocían, a hombres a quienes no les basta el quinto mandamiento del Decálogo cristiano en su redacción de “no matarás”, sino que ellos, al estilo buddhista, lo amplían a “no matarás a ser viviente”. Ridículo, si se quiere, pero sublime como expresión de amor universal; incompatible con las “virtudes” que adornan a nuestros amigos los rojos. Por todo esto, y para evitar un grandísimo error que más tarde podríamos lamentar, me he permitido poner al corriente de la denuncia a mi compañero Lorenzana, aconsejándole que hiciera un expurgo en su biblioteca y que el se ausentase unos días de la ciudad, en viaje de inspección minera. ¿Y, sabe Vd que ha contestado a quien envié para comunicárselo? Pues lo siguiente: “¡¿Saben esos bárbaros la injusticia que van a cometer fusilando a un inocente? No, diga Vd al señor Caibol que le agradezco su gesto; pero que no estoy acostumbrado a obrar coaccionado por el miedo, y que, por tanto, ni expurgo mi biblioteca ni me escondo. ¡Que sea lo que Dios quiera!”
Esto, dicho por Caibol, ahuecando la voz, parsimoniosamente, tratando de imitar a Lorenzana, arrancó una carcajada de aquel comandante de la Guardia Civil y Militar y “Virrey”, entonces de la provincia. Y, entre risas exclamaba: “¡Chiflado, completamente chiflado! A nadie se le hubiera ocurrido, en estos tiempos de guerra y revolución, desafiar la acción de la justicia, de no ser un “chalao”. Dígale al jefe local que lo borre de las listas de esta madrugada”.
Y así salvó la vida de aquel hombre bueno e inocente que, unos años antes, había llegado a Huelva, como ingeniero de Minas, al servicio del Estado.
Había nacido en Cuba, hijo de militar, en la última década de la dominación española, trasladándose a Madrid, muy pequeño, en donde estudió bachiller doble: en español y en inglés, en el Instituto Británico.
Algunas anécdotas recogidas a lo largo de su permanencia en Huelva, nos dan a conocer el calibre moral, intelectual y humano del que estuvo a punto de ser fusilado en los primeros tiempos de la guerra civil española, por teósofo.
Era vegetariano, no tomaba más proteínas de origen animal que las que le proporcionaban la leche y los huevos. No fumaba ni bebía bebidas alcohólicas desde los veinte años de edad. Estaba casado con una catalana de una finura de espíritu, sensibilidad y cultura, poco comunes; era escritora, y en las exposiciones de arte, figuraban, con frecuencia, sus cuadros y esculturas. No tenían hijos, y la guerra civil les había separado temporalmente, quedando ella en Barcelona y él en Huelva. Vivían en un pequeño chalet de El Conquero, en compañía de una sobrina, estudiante de Filosofía, a quien también la guerra había anclado en Huelva, y de sus padres, que fallecieron al poco tiempo de comenzada ésta. Por cierto que, al fallecer la madre, en pleno furor fascista y fanatismo religioso –y esta será la primera anécdota– quiso hacerle un entierro civil, cosa que, aún en tiempos normales, se daba muy de tarde en tarde, y era muy mal visto por toda la población; y, en aquellos tiempos de guerra hubiera supuesto ir a la cárcel hasta el cadáver, por lo que sus amigos íntimos, entre ellos Caibol, le convencieron para que el sepelio se verificara canónico, con asistencia del clero de la parroquia correspondiente.
El tránsito de la difunta había sido pleno de serenidad, de beatitud; se diría que su muerte fue en olor de santidad. Ya muy anciana, aquejada de un proceso cardio-respiratorio crónico, estaba en cama hacía unos días por una agudización del mismo. Una madrugada, un empeoramiento súbito, hicieron al hijo llamar a D. Cándido, médico y amigo de la familia. Cuando éste llegó, encontró a la anciana sentada en una butaca; la nieta, de rodillas en el suelo, le acariciaba las manos; el hijo, intentaba darle alimento con una pequeña tetera, y, ella, con una sonrisa radiante, con la cabeza inclinada para atrás, mirando al cielo, decía: No, no me des más. ¿Para qué, para qué? Si ya me voy, ¡me voy! Adiós… Adiós… Y, sin perder aquella sonrisa de gloria, expiró. Unas lágrimas emocionadas se escapaban de los ojos del hijo, de la nieta y del médico. Así deben morir los santos, dijo D. Cándido, que había visto morir a muchos centenares de enfermos y ninguno con aquella paz y beatitud.
Al día siguiente, un cura, un monaguillo y media docena de amigos íntimos, se congregaban alrededor de un sencillo ataúd, a las puertas del cementerio. El sacerdote leía las preces litúrgicas del oficio de difuntos. Al pronunciar éste las palabras: “dies irae, dies irae”, el hijo de la fallecida, que estaba a su lado, se inclinó hacia él y, mirándole profundamente a los ojos, le dijo: “Dios no conoce la ira”; y agregó suavemente: “pase, pase la página”. Y, el párroco, sorprendido, atónito, le obedeció automáticamente, sin rechistar, sin salir del asombro y la impresión de aquella mirada y de la suavidad y dulzura de su orden; prosiguiendo la lectura hasta el final sin más comentarios.
Vegetarianismo
Se celebraba un día, en casa de su amigo y médico, D. Cándido, el bautizo del hijo menor de éste y, entre los invitados, se encontraba D. Luis, el teósofo ingeniero. Una de las señoras presentes, quiso hacer los honores de la casa y ofreció a D. Luis sendas fuentes de cigalas y gambas, mariscos ineludibles en Huelva, en esta clase de agasajos, y, con una sonrisa en los labios, las rehusó diciendo: “No, gracias, muchas gracias; pero no como cadáveres”. La señora se quedó perpleja y reaccionó cambiando los platos de los mariscos por otros de jamón y embutidos y volvió a ofrecerle con la misma cortesía, y él, sin dejar de sonreír, le dijo: “Muchas gracias, pero ya le he dicho que no como cadáveres”. Esta vez, la señora, acharada, sin saber qué ofrecerle, se dedicó a los demás invitados. D. Luis sólo tomó dulces y zumo de frutas; únicos manjares comestibles compatibles con su condición de vegetariano y abstemio.
Otras veces, esta gastronomía, se ponía de manifiesto, no en reuniones de amigos, sino en otras profesionales, de trabajo, de compañeros, jefes y subalternos. Como Ingeniero Jefe de Minas y Presidente del Consejo Ordenador de Economía Minera, tenía que girar visitas de inspección periódicas, a las distintas explotaciones mineras de la provincia. Esta vez fue Riotinto.
Una mañana soleada de Otoño, acompañado de dos ayudantes de Jefatura, se presentó en el pueblo minero para girar visita de inspección a aquellas explotaciones mineras, en sus instalaciones sanitarias, de seguridad en el trabajo, rendimiento, etc.
La Compañía de Riotinto, disponía, para recibir a huéspedes e invitados, de “La Casa Grande”, hotel sencillo, pero confortable, donde atendía y agasajaba a estas vistas. Allá llegó el ingeniero jefe de Minas, D. Luis, acompañado de sus ayudantes, al filo de las doce de la mañana de un día del mes de Noviembre. El Director de la Compañía, súbdito inglés –por ser fecha anterior al traspaso de la Compañía al Estado español– salió a recibirles a la puerta principal. Era la primera vez que recibía a este Jefe de la Minería de Huelva, a quien no conocía personalmente. La sorpresa del Director fue grande, cuando vio descender del coche, un señor alto, delgado, de edad madura, con sienes plateadas, de mirada profunda a través de finas gafas de filo dorado, que, hablando en correcto inglés, se dirigió a él afable y sonriente. Esta presentación había desarmado la prevención con que, todas estas visitas de inspección, suelen recibirse. Muy complacido, el inglés, acompañó a los visitantes a su despacho. Cambiados los saludos de rigor, y tras unos minutos de charla intranscendente sobre el viaje y el tiempo, les pasó a un salón-comedor en el que había una mesa espléndidamente surtida con mariscos –otra vez las cigalas y gambas de Huelva–, embutidos de todas clases y botellas numerosas con vinos variados, para tomar un “tente en pie” antes de bajar a los pozos mineros, objeto de la inspección. El Director, sonriente, ofreció con un gesto la silla de la presidencia en la mesa servida, a D. Luis García Lorenzana, nuestro ingeniero, quien, igualmente, con gran cortesía, rehusó la invitación, agregando que prefería hacer su visita de inspección antes de tomar ningún alimento, precisamente para abrir el apetito con el paseo. El Director, amablemente, respondió: “Como Vd prefiera”; e inició la salida del comedor seguido del ingeniero y sus dos ayudantes, quienes, acostumbrados, por anteriores visitas, a este aperitivo de media mañana, lanzaban sus lánguidas miradas a aquella mesa tan repleta de manjares.
La inspección transcurrió normalmente, recorriéndolo todo, viéndolo todo, preguntando por los detalles más insignificantes, y, cuando regresaron al comedor eran cerca de las tres de la tarde, hora más que adecuada para hacer frente a aquellos manjares, dejados horas atrás y que ahora servirían de entremeses.
Sentados a la mesa, D. Luis, dirigiéndose a su anfitrión, le dijo con toda naturalidad: “Yo le agradezco de todo corazón sus atenciones y obsequios y esta espléndida mesa; pero yo soy vegetariano, y Vd me permitirá que no les acompañe. Si no tiene inconveniente, con toda libertad señalaré mi menú”. El anfitrión hizo venir al cocinero, a quien D. Luis pidió lo siguiente: una ensalada de lechuga y tomate, tortilla de patatas, queso y frutas, más agua mineral. Nadie hizo la menor objeción; pero el menú sirvió de hilo conductor de la conversación durante la comida. Desde la dieta estrictamente vegetariana de los brahmanes, hasta la exclusiva de grasa y carnes de los esquimales, pasando por el crudivorismo –exaltación de algunos naturistas– todos los regímenes alimenticios fueron contemplados, mientras unos aplacaban su hambre con productos animales y D. Luis lo hacía con otros del reino vegetal; sin llegar a un acuerdo en cuanto a las ventajas de uno y otro sobre el hombre, su influencia sobre el trabajo y su comportamiento. Decía D. Luis que había aprendido en sus viajes a la India, que la alimentación animal impide la purificación de los más altos y nobles vehículos del espíritu.
Terminada la sobremesa con café, licores y habanos, de cuyos tóxicos también se abstuvo el Ingeniero Inspector Lorenzana, fueron acompañados los visitantes hasta su automóvil por los directores ingleses con unas muestras de respeto y consideración que no habían observado los ayudantes mineros en sus anteriores visitas a la mina. A veces, cuando D. Cándido, terminada la consulta vespertina, iba a visitar a la madre de D. Luis, se extrañaba de que tan pronto cenaran en aquella casa, pues en el comedor encontraba, sobre la mesa puesta: queso, frutas secas y del tiempo, que él estimaba como los postres; pero, en realidad, era la mesa puesta para cenar, no ya para levantarse después de haber cenado.
Era tal el rigor con que llevaba su régimen vegetariano, que, su esposa, que pasó la guerra civil separada de él. Decía a D. Cándido, después de pasada aquella, que su mayor temor y angustia había sido pensar que a su marido le hubieran podido encarcelar, pues ella sabía que se hubiera dejado morir de hambre antes que comer el rancho hecho o cocinado con grasas y carnes animales, o pescados. Lo que no había pensado ella es que había estado a punto de desaparecer sin necesidad de negarse a vulnerar su dieta vegetariana.
Siguiendo la costumbre universal de los regalos por Navidad entre amigos, familiares y deudos, y entre los que aprovechan estas costumbres para obsequiar por un favor que se ha recibido o que se piensa recibir, para propiciar gestos y actitudes benévolas, la casa de D. Luis no era una excepción de las de los demás Jefes de Servicio; se llenaba de regalos de todos los que tenían algo que ver con el negocio de la minería; pero se llenaba durante el tiempo preciso para ser trasladados al Asilo de Ancianos, que, aquellos días, comían jamones, embutidos, pollos, pavos, corderos; bebían las mejores marcas de vino y champán y fumaban los mejores tabacos de Cuba. Esta actitud la tomó el segundo día de recepción de estos presentes, porque el primero se limitó a rehusarlos; pero su esposa y D. Cándido le convencieron de que era una fórmula descortés y antisocial devolverlos, por lo que tomó la decisión de aceptarlos. “Sí, para los pobres del Asilo”.
Amor a los animales
No comía cadáveres; pero tampoco los producía. Completaba el 5º mandamiento con textos sacados de los Vedas, y así, le añadía: “No matarás a ser viviente”; y lo cumplía.
Un día al llegar a su casa, encontró a la sirvienta gritando y dando golpes con una escoba a un ratoncillo que se había escapado de un cajón de libros. Al verla él, con toda naturalidad le arrebató la escoba y le dijo: No hay que matar ni maltratar a los animales. Ayúdeme. Y, uniendo la acción a la palabra, sacaron cuidadosamente el cajón al jardín para que los hermanos del fugitivo pudieran abandonar el nido tranquilamente sin ser perseguidos a escobazos.
Llegaba una noche de uno de sus frecuentes viajes a Madrid. Al salir de la estación, con su maleta en la mano, se dirigió a la parada de coches de caballo que eran los que, entonces, hacían el transporte urbano de viajeros, y, montando en uno, dio al cochero la dirección de su domicilio; el cochero arrancó y todo fue bien hasta llegar a la cuesta de El Conquero, en cuya cima estaba su chalet; al llegar aquí el caballo disminuyó la marcha, y, el cochero, a latigazo limpio sobre el animal, pretendía que este acelerara el paso. Nuestro viajero, ante aquella paliza que recibió el animal, le dijo: “Pare Vd, por favor, al caballo, para que suba la cuesta, mejor que con el látigo la subirá con cebada ¿Qué le debo a Vd?”. Y, cogiendo la maleta, siguió a pie hasta llegar a su casa, ante el asombro y la perplejidad del auriga.
Otra vez, en uno de sus paseos por los alrededores de la ciudad, encontró a unos mozalbetes que estaban martirizando a unos pajarillos que habían cazado y se entretenían en amarrarles unas cuerdas a sus patas y por el otro extremo la sujetaban a un palo. El animal, al sentirse libre, emprendía el vuelo que concluía cayendo al suelo al terminar la longitud de la cuerda. D. Luis se acercó a ellos tranquilo. Como podía acercarse a otro chico de su edad y les preguntó el porqué de su crueldad con inocentes pájaros; que a ellos no les gustaría, ni a su madre tampoco que, el maestro, en la escuela, les amarrase con una cuerda a la pata de la mesa el día que no supieran la lección. Les propuso un trato: les compraba los pájaros. Y les dio unas monedas para que los soltaran, ante el asombro de unos y las burlas de otros; pero los prisioneros recobraron la libertad.
Más de una vez, camino de la oficina, se encontraba con algunas aldeanas que llevaban un par de gallinas a la plaza, colgando de las patas, cacareando como desesperadas, y, entonces, él se acercaba y con toda amabilidad les cogía las gallinas por las patas y las ponía descansando sobre el brazo opuesto, con lo que el cacareo de las aves cesaba automáticamente, y les decía: llévelas Vd así para que no sufran y no se quejen. La mujer, como hipnotizada, ponía las aves sobre su brazo izquierdo, sujetándolas con la mano derecha.
En cierta ocasión padecía una bronquitis muy rebelde; no se habían aún incorporado a la terapéutica los antibióticos, y, su médico, le prescribió unas vacunas anticatarrales que se puso, no sin reticencias, por entender que se trataba de unos gérmenes –seres vivientes, al fin– que habían sufrido unas manipulaciones por las que se había alterado y distorsionado su ciclo vital.
Caminaba un día, acompañado de su esposa, por la carretera de acceso a la ciudad, de regreso a su casa, cuando un camión que pasaba, atropelló, en su presencia, a un perro vagabundo que quedó tendido y abandonado, con el espinazo fracturado por el tercio posterior. Cogieron al animal en brazos y lo llevaron a su casa; requirieron los servicios de un veterinario que curó al perro; pero siempre quedó medio inútil, marchando con las patas traseras medio arrastrando. Esto no fue óbice para que disfrutara de los mismos cuidados y cariño que otro compañero que, al igual que él, era vagabundo; pero sano y saltarín. Decía D. Luis, que los cuidados y cariño mostrado a estos animales, les ayudaban en su evolución, acelerando la separación del todo de su alma grupal. Este respeto hindú, y cariño a los animales que demostraba con hechos, quería trasmitirlo al círculo de sus amigos y conocidos; pero jamás pudo poner en marcha la Sociedad Protectora de Animales y Plantas, a pesar de sus reiterados intentos, sin duda porque en aquella sociedad de la posguerra era más urgente restablecer los derechos de respeto y protección del hombre.
Amor al hombre
La creación de una fraternidad universal, formada por todos los hombres de la Tierra, sin distinción de razas, credos o religiones, era uno de los pilares en que se asentaban sus creencias teosóficas. Una fraternidad universal, en la que el egoísmo, que es hoy el motor de las acciones humanas, fuera sustituido por el amor, y, para esto, había que empezar por practicar el amor uno mismo; amor, amor a cuanto nos rodea y, de manera especial, a nuestro prójimo. Toda su vida estuvo presidida por este amor a la Naturaleza, a sus criaturas y, sobre todo, al hombre. Todo esto unido a la austeridad de su vida, a la pureza de sus costumbres, la sencillez y bondad para cuantos le trataban, hicieron que, alguien que le conocía bien, dijera de él que era un santo laico, y, hasta que le bautizaran cariñosamente con el título de “San Luis del Conquero”. Sus virtudes le hacían acreedor a aquel apelativo.
En los años del hambre de la posguerra, en los que escaseaban los alimentos y había que buscarlos en el mercado negro o “estraperlo”, de nada servía dar unas monedas de limosna a un pobre, por lo que él les socorría no con dinero, sino con un plato de comida que hacía preparar todos los días para una veintena de pobres de los que vivían en las cuevas o chozas de los “cabezos” colindantes. Un día, a la hora del reparto, notó la ausencia de uno de los habituales, un viejecito a quien él llamaba Diógenes, porque vivía solo en una cueva excavada por él mismo en la falda de la colina, y en la que había de permanecer agachado, por lo reducido de su altura y tamaño. Como al día siguiente se repitiera la ausencia, supuso que algo le pasaba y se fue a la cueva –al tonel de su Diógenes– y, en efecto, le encontró tirado en su camastro, con fiebre elevada y gran quebrantamiento general. Desde allí se marchó a buscar a un médico que trajo al poco rato, quien diagnosticó pulmonía. Poco después traía un practicante y los medicamentos de la farmacia. No conforme con esto y viendo que en aquellas condiciones de miseria no podía atenderse una enfermedad, gestionó personalmente y llevó a cabo su ingreso en el Hospital Provincial, adonde acudía todos los días para visitarle, hasta que fue dado de alta y pudo reanudar sus comidas en el comedor social de “San Luis de El Conquero”.
Por aquellos tiempos, en la festividad de Reyes, se gastaba media paga en juguetes, que repartía entre los niños pobres de la vecindad.
Un día, al salir de su casa, D. Cándido, después de una corta visita de médico, D. Luis le dijo: Hágame el favor, mañana cuando Vd vaya al Hospital, de hacer llegar a Miguel Santos, de la sala de San Juan, cama n.º 7, estas doscientas pesetas. El pobre vive solo y carece de lo más indispensable. D. Cándido cogió el dinero y prometió que al día siguiente estaría en manos del interesado; pero a D. Cándido se le olvidó el encargo al día siguiente y al otro, y, cuando quiso efectuarlo, había fallecido el interesado. Al devolverle el dinero a D. Luis y explicarle lo sucedido, exclamó éste profundamente conmovido: ¡Pobre hombre!, qué sensación de soledad y desamparo habrá sentido en sus últimos momentos.
Su caridad, su amor a sus semejantes, no se proyectaba sólo su entorno social, sino que llegaba a los sitios más alejados e insospechados. Así atendía y ayudaba al sostenimiento de los campos de refugiados palestinos después de la fundación de Israel, a la campaña pro-infancia de la U.N.I.C.E.F., etc.
Las Jefaturas Provinciales de Minas percibían unos derechos o emolumentos en aperturas de minas, transacciones, etc., que se distribuían entre el personal facultativo de rango superior. Cuando el Estado español compró las minas de Riotinto a la Compañía inglesa propietaria, estos derechos o emolumentos, ascendían a una cifra respetable, sustanciosa, y, siendo entonces Ingeniero Jefe D. Luis, no siguió la costumbre establecida de repartirlo entre los Jefes superiores, sino que mandó hacer un reparto proporcional a las nóminas de todo el personal técnico, administrativo y subalterno; y, así, desde el portero y las limpiadoras hasta el primer Ingeniero, todos, por primera vez, participaron en aquellos beneficios extra.
Su ayuda a los demás, no siempre era de carácter material, crematístico, sino que muchas veces se desarrollaba en un campo moral, afectivo, espiritual. Así ocurría con el joven Pacheco, hijo de unos amigos suyos, empleado como contable en una empresa, y que, un mal día, tuvo la debilidad de incurrir en un delito de malversación de fondos, por lo que fue expulsado de la Compañía. Esto afectó tanto a Pacheco que, anonadado por una exaltación del sentimiento de culpabilidad le llevó a una marginación social que le tenía recluido casi siempre en casa. Al poco tiempo de suceder este episodio, D. Luis, tuvo necesidad de ausentarse de Huelva durante dos meses, para asistir a una reunión de altos Jefes de la Teosofía Mundial en Benarés (India) y fue a Pacheco a quien confió las llaves de su casa y le abrió una sustanciosa cuenta corriente en el Banco, para que durante su ausencia estuviera al corriente de la misma, con autorización para efectuar pagos y cobrar sus devengos en Jefatura. Este gesto de confianza en aquel muchacho acobardado y marginado, produjo en él un efecto psicoterapéutico milagroso, recuperando la confianza en sí mismo, rompiendo el cerco de culpabilidad y aislamiento consiguiente en que su falta anterior le había recluido. Volvió a ser el chico de siempre: animoso, trabajador, simpático, sociable; y bien pronto después se colocaba en un puesto de responsabilidad que desempeñó con toda normalidad y absoluta honestidad.
Con este afán de ayudar al prójimo, D. Luis, se adelantó a su tiempo en la promoción social. A todas las chicas que prestaban servicio en su casa, las hacía estudiar en sus ratos libres, con arreglo a su preparación y capacidad intelectual, y de allí salían para colocarse, en unos almacenes, en una oficina, una clínica, dejando así el servicio doméstico. Claro es que a esto contribuía también su esposa, Pepita, que, participando de sus ideas teosóficas, poseía una cultura, una sensibilidad y una bondad poco comunes. Ella era escultora y pintora y, además, escribía libros, casi todos de contenido esotérico que, en ocasiones, editaba la U.N.E.S.C.O., como La vida de Pitágoras. Poseía una cultura y formación más amplia que la de su marido; una sensibilidad (como mujer) más acusada; unas ideas y creencias iguales, por lo que constituían una pareja ejemplar, en la que el amor entre sí no excluía el amor a los demás. No tenían hijos, y, esto quizás, el sentimiento de maternidad frustrado, la llevaba a motivos infantiles en sus trabajos plásticos; pero la felicidad más completa, la paz y la armonía reinaban en aquel hogar extraordinario, poco común en una sociedad materialista que hace del consumismo su ideal.
Profesión y vida
Después de terminar su carrera de ingeniero en la Escuela de Minas de Madrid, amplió estudios en el extranjero, principalmente Geología, y visitó las minas de Escocia y Gales y las de Suecia y Noruega. Durante algún tiempo volvió a España para trabajar en la explotación de minas privadas en León, durante poco tiempo, pues pronto ingresó al servicio del Estado.
La mayor parte de su vida profesional transcurre en Huelva y Canarias, pasando dos años, antes de su jubilación, en el Instituto Geológico de Madrid. Las explotaciones de pirita de hierro y cobre y las de manganeso son las que están bajo su jurisdicción en la Jefatura Provincial de Huelva, y las prospecciones y captaciones de agua eran su misión fundamental en las Islas Canarias. Desde allí fue requerido por el Gobierno argentino para alumbramiento de aguas en las llanuras de sus pampas.
Su vida discurría sencilla y plácida entre sus trabajos profesionales y su hogar, en donde la lectura y la música constituían su ocupación. Traducía revistas inglesas y libros de Teosofía que luego tenía que repartir clandestinamente entre sus amigos y simpatizantes, porque nunca renunció a la labor proselitista de sus ideales. Respetuoso con las ideas ajenas, hacía de las suyas su sublime ideal que invitaba a compartir. Vivía en su mundo, no participaba en las relaciones sociales al uso. No frecuentaba el cine más que en caso de películas excepcionales, generalmente musicales, ni entraba en casinos, bares o cafeterías. Gustaba del trato de gente sencilla, modesta; pero honesta y sincera. Amante de la libertad y de los derechos humanos y del individuo; odiaba la dictadura y sus crímenes. Siempre vivía en casa rodeada de jardín y plantas, nunca lo hizo en pisos o apartamentos. Buscaba el aire libre, las plantas y la naturaleza toda. Era alto, delgado, moreno, con mirada profunda y serena, apenas velada por gafas de fina montura dorada, cabellos abundantes y plateados, dándole el todo el porte de un profesor de Universidad o de un investigador. De carácter afable, bondadoso, pacífico; no participaba en discusiones, no hablaba mal de nadie, persuasivo, con gran sentido del humor, generoso y gran caballero. Sus compañeros le querían y respetaban como ingeniero; no tanto como teósofo; estas ideas les resultaban exóticas e inexplicables y las toleraban con sonrisas de escepticismo. Los subordinados le admiraban, y sus amigos y protegidos, y todos, le consideraban e una talla y calibre moral excepcionales.
Paradojas
De todos es conocida la acción nociva que, sobre los bronquios, ejerce el polvo y el humo. Las atmósferas pulvígenas y el tabaco son las responsables de gran número de afecciones respiratorias; desde la silicosis del minero hasta la simple bronquitis, pasando por el cáncer de pulmón, cuentan en su etiología con la acción de estos agentes de polvo y humo. Esto no quiere decir que no haya mineros con larga permanencia en contraminas y que no contraigan la silicosis, ni fumadores empedernidos que no tengan cáncer ni bronquitis; pero no son sino casos que se salen de las líneas generales, y que, en cierto modo, confirman la regla, y que, por el contrario, hallemos sujetos que, sin contacto con estos agentes patógenos, padezcan enfermedades respiratorias. Tal es el caso de Lorenzana, y, por eso, lo registramos como hecho paradójico.
Nuestro protagonista vivió siempre en espacios abiertos, en casas rodeadas de plantas y flores; nunca en pisos o apartamentos. Sus visitas, como Ingeniero, a las contraminas, fueron de estudio o de inspección, siempre fugaces y rápidas. No frecuentó casinos, cafés, cines ni otros espacios cerrados, con atmósferas viciadas y contaminadas. No fumó jamás. Sin embargo y a pesar de esta vida sana e higiénica y de no haber sido fumador, tuvo frecuentes episodios bronquiales y, al final, una complicación pulmonar aguda, en el curso de su bronquitis crónica obstructiva, puso fin a su vida.
La acción de las dietas hipercalóricas, ricas en grasas, sobre el estado de nuestras arterias, es de todos conocida. No es infrecuente, hasta en los restaurantes públicos, oír que un comensal, ante el suculento plato de carne de cerdo de su compañero de mesa, le diga a éste: “¡cuidado con el colesterol”. Todo el mundo ha leído estadísticas de la incidencia de las enfermedades cardiovasculares en países de alimentación rica en grasas animales, y las de otros como la casta de los brahmanes en la India, vegetarianos generación tras generación. En los primeros el infarto de miocardio y los insultos vasculares cerebrales son mucho más frecuentes que entre los segundos. La dieta rica en proteínas y grasas animales favorece la formación y circulación en la sangre, y de este colesterol que parece ser el responsable de la obliteración paulatina de los vasos, se ocasionan estos accidentes, agudos y mortales unas veces, y lentos y crónicos otros.
Hemos visto en líneas anteriores que nuestro protagonista llevaba un régimen vegetariano estricto, que no tomaba otras grasas de procedencia animal que las que le proporcionaban la leche del desayuno y los huevos que tomaba de vez en cuando, y que, al final, por participar de la vulgarización de estos conocimientos dietéticos, tomaba sólo la albúmina de la clara de huevo y prescindía de la yema, albergue de la colesterina. A pesar de esto, y aquí de nuevo lo paradójico, en la década de los setenta, su organismo da muestras clínicas y funcionales de insuficiencia de riego cerebral y coronario; pierde la memoria y la estabilidad, y el sentido de la orientación, pérdida de interés por lo que le rodea, a veces lenguaje incoherente y algias precordiales. Estos hechos, aparentemente paradójicos, nos muestran que la Biología y la Medicina siguen siendo misterios.
Hemos podido ver a lo largo de estas líneas, que la conducta de Lorenzana para con sus semejantes, su amor hacia los que le rodeaban, sus virtudes, le hicieron merecedor del título de Santo, y se le conocía con el de San Luis de El Conquero. Toda su vida fue una constante práctica del bien, como correspondía a un santo. Sin embargo, al final de su vida, la sociedad no incia un proceso de beatificación, aunque fuera laico, sino otro proceso, un proceso judicial que le hizo venir desde su retiro en Barcelona para comparecer en la Audiencia de Huelva, inculpado de un supuesto delito de falsedad de documento público, cometido en tiempos de sus actividades como Ingeniero Jefe de Minas en esta provincia. Todo sucedió así: Un negociante desaprensivo de Riotinto había vendido a unos alemanes de Hamburgo, diez mil toneladas de mineral de manganeso a un precio de acuerdo con la ley del mineral hallado en unas pruebas efectuadas aquí, por los interesados, en las muestras suministradas por el vendedor.
[Siguen comentarios, sin importancia, sobre el pleito].
Epílogo
A los pocos meses del fallecimiento de D Luis G. Lorenzana en Barcelona, su íntimo amigo, D. Cándido, visitaba aquella ciudad, e inmediatamente se puso en contacto con su viuda, Pepita Maynadé. Hablaron de todo, recordando, principalmente, los años de convivencia en Huelva. Contaba ella, con lágrimas en los ojos, los últimos días de su marido; su serenidad ante la muerte, su convicción de un más allá inmediato y feliz, después del tránsito de la vida a la muerte, del simple cambio de vía que esto representaba, del abandono del cuerpo físico, inservible ya, prisión y armadura que sujeta la evolución del espíritu. Le decía a ella, que este cambio de vía no debía atormentarla ni entristecerla; que no debía dar muestras de dolor por esta separación; que no le guardara luto por su ausencia de este mundo físico. Ella tomó al pie de la letra su consejo y, como le pidió, no se vistió de luto después del óbito. “Pero me ocurrió –seguía diciendo– que, al presentarme en público para arreglar la documentación del fallecimiento: testamento, seguros, pensiones, etc., observaba que, en cada una de las oficinas por las que había de pasar, al presentarme como la viuda de Luis G. Lorenzana, mis interlocutores ponían un gesto de extrañeza o malicia, al verme con los trajes habituales, de vistosos colores. Entonces decidió desoír los consejos de mi marido y seguir las costumbres sociales; y me vestí de luto, como una viuda más al uso. Desaparecieron los gestos de extrañeza y las sonrisas maliciosas, y, hasta los funcionarios de esas oficinas se mostraron más solícitos, impulsados, sin duda, por un sentimiento de piedad y compasión. Sin embargo –continuó– uno o dos meses después de esta rebeldía, me encontré, por la calle, con el Sr. Federico Climent Terrer, muy amigo de Luis y espíritu muy evolucionado, que tiene conciencia en el plano astral, y me dijo que se había encontrado con Luis y le había dicho que estaba muy disgustado porque su mujer, Pepita, le había desobedecido y se había puesto de luto en contra de lo que él le había dicho de no dar muestras de dolor por su partida”. Ella, naturalmente, ante esta segunda advertencia, se quitó los lutos.
¡Así de sencillo el problema de ultratumba!
La esposa de D. Cándido, católica practicante, la miraba absorta, con ojos desmesuradamente abiertos y como dudando de la integridad mental de quien le hablaba. ¡Bendita pareja de teósofos que, sin saberlo, se condujeron como dos auténticos y verdaderos cristianos! “Quien ama al prójimo, ama a Dios”.
Ficha Teosófica de Luis García Lorenzana
Fecha | Evento |
2 de febrero de 1922 | Ingreso a la Sociedad Teosófica como miembro libre de la Logia Morya. |
Noviembre de 1929 | Acompañó, junto con otros teósofos, la gira de divulgación por toda España del Sr. C. Jinarājadāsa, donde comandó el movimiento Unión por La Paz Mundial. |
1 de julio de 1931 al 19 de julio de 1936. | Secretario General de la Sociedad Teosófica Española. En activo hasta 1936, cuando la Guerra Civil española y posteriormente el Franquismo interrumpió toda posibilidad de trabajo. La Guerra Civil supuso una ruptura en la evolución de este primer movimiento teosófico español, simbolizada en el fusilamiento de Manuel Treviño a finales de 1939, junto a su hija Amelia, masón y uno de los teósofos más destacados de los años veinte y treinta, director de la Revista SOPHIA. A partir de 1936, Luis García Lorenzana mantuvo su cargo como Agente Presidencial hasta agosto de 1968 cuando falleció. |
Diciembre de 1934 | Viaja a Adyar para asistir a la Convención Teosófica Internacional, donde permanece por 21 días visitando varias ciudades y centros espirituales por diversas ciudades, tuvo el privilegio de conocer al anciano Rabindranath Tagore en su Centro Educativo. |
1935 | Matrimonio con Josefina “Pepita” Maynadé. |
19 de Julio de 1939 | Suspensión de los trabajos de la Sociedad Teosófica Española, mismos que se reanudaron hasta noviembre de 1977 tras la muerte de Franco y la restauración de la Democracia. |
Agosto de 1968 | Fallecimiento. [“La lista de miembros conocidos que fallecieron este año es bastante larga. Podría mencionar aquí de manera prominente a Srimati Bhagirathi Sri Ram [LAHR: Esposa de N. Sri Ram y madre de Radha Burnier], de cuyo fallecimiento ya he escrito en THE THEOSOPHIST; Miss E. W. Preston de Inglaterra y Kotagiri, bien conocida por los lectores de sus libros; la Sra. Phoebe Bendit, también conocida por sus libros y su trabajo en Inglaterra; Profesor J. E. Marcault, ex Secretario General de Francia y autor de importantes libros sobre temas teosóficos. Otros que podría mencionar son: Sr. Dwarkadas M. Shah, Zanzíbar; Sra. Jean Allan y Sr. R. W. Lamont, Escocia; Sra. Andrea de Ponde, Argentina; Miss Dorothy Ashton y Miss Florence Kenderdine, Inglaterra; Dr. Pieter K. Roest y Sr. Frank Linton, EE. UU. Sr. Gretar Fells, Secretario General durante 21 años en Islandia; Sra. Julia de la Gamma, Uruguay; Srta. Claudia Owen, Gales; Sr. L. G. Lorenzana, España. A todos estos y otros que han fallecido. Quisiera expresar en nombre de todos los que los conocieron nuestro agradecimiento y muy cordiales deseos.” – Sri Ram, N. (Ed.). (Octubre, 1968). Editorial Note. The Theosophist, 90(1–6), 223.] |
Percance en Huelva
La guerra Civil de 1936 siguió su curso y la postguerra también. Pero el contacto con la Sede Central de Adyar nunca se perdió. Desde Barcelona, tampoco nunca se perdió el contacto con los hermanos de toda España, especialmente con Vicente Olivares y José Talavera de Madrid, y con Luís García Lorenzana. Éste, que a pesar de haber sido juzgado como masón tenía pasaporte por su cargo de Ingeniero de Minas del Estado en las Minas de Rio Tinto primero y en Canarias después, era el único teósofo que podía desplazarse internacionalmente y ponerse en contacto personal con el resto de los teósofos mundiales. Por esta razón, Adyar le había nombrado Agente Presidencial de la S.T. en España.
Pero García Lorenzana tuvo un desgraciado percance en su trabajo en Huelva cuando un obrero cayó en uno de los pozos de mercurio y él se lanzó en seguida a rescatarlo, lo cual hizo que ambos quedaran totalmente contaminados. En Lorenzana repercutió con una merma de sus facultades mentales no demasiado aparentes…
– Reseña Histórica del Movimiento Teosófico en Catalunya
Agente Presidencial hasta 1968
Durante cuarenta años la Sección Española de la S.T. no pudo funcionar legalmente, pero sin embargo clandestinamente se mantuvieron contactos y se llevaron a cabo reuniones en domicilios diversos o en el campo, gracias a la dedicación de algunos de los miembros más entregados. Se mantuvo incluso una relación fluida a través de valija diplomática con Adyar y con la Federación Europea y mediante viajes realizados por el último Secretario General de la Sección, el señor García Lorenzana.
Al terminarse el intransigente régimen dictatorial del general Franco con la muerte de éste, quedó abierto el camino para que la S.T.E. recuperara su personalidad, cosa que se llevó a cabo en enero de 1977, quedando nombrado Secretario General mediante votación, el que había sido Agente Presidencial, nombrado por Sri Ram D. Saturnino Torra Palá [LAHR: miembro de la STE, Rama Arjuna de Barcelona, desde el 28-04-1927], después de la muerte de D. Luís García Lorenzana, y que era el que había seguido manteniendo abierta la relación con Adyar y con Europa.
Queda una anotación por mencionar, y es que en el año 1929, vino a España el entonces Presidente Internacional, señor C. Jinarajadasa y hubo muchas dificultades para poder celebrar públicamente al acontecimiento, puesto que estábamos en plena dictadura del General Primero de Rivera. Se pudo celebrar algún acto pero otros se le censuraron.
– Talavera Garma, J. (Octubre, 2007). Notas. SOPHIA. 224, 24.
Una Experiencia Consciente de Contacto Astral
Siendo todavía muy joven ingresé en la Sociedad Teosófica Española, inducido por buenos y muy sinceros amigos con los cuales colaboraba en algunas misiones esotéricas de labor de grupo. Dentro de la misma y llevado por mi espíritu investigador descubrí muy pronto que la Sociedad Teosófica, siguiendo ciertas disposiciones de su fundadora, Mme. BLAVATSKY, tenía un grupo selectivo de miembros constituyendo lo que se llamaba “grupo esotérico”, el cual desarrollaba unas actividades espiritualmente más importantes que las que los del resto de la Sociedad. Me dirigí entonces a uno de mis mejores amigos, un señor ya muy anciano y uno de los miembros más antiguos de la Teosofía española, rogándole transmitiera a la Junta rectora de la Sociedad mis deseos de formar parte del grupo esotérico. Se mostró un tanto sorprendido de mi petición, habida cuenta de que siempre ha existido el prejuicio de la edad en la realización de cosas importantes, pero me aconsejó –tal como era la regla– que hiciese mi petición por escrito en carta dirigida al secretario general de la Sociedad Teosófica. Así lo hice, pero unos días después, durante la noche, me sentí proyectado fuera del cuerpo en dirección hacia un gran edificio por cuyas paredes penetré atravesando varias alcobas con gente durmiendo, hasta llegar a una habitación muy iluminada en donde se hallaban reunidas varias personas. Las reconocí al instante, una de ellas era mi viejo amigo, el que me había aconsejado escribir la carta a los dirigentes teosóficos, las demás eran los responsables actuales de la Sociedad Teosófica en Barcelona y algunos otros antiguos miembros. Al parecer, un lazo magnético de interés espiritual me había llevado allí. En efecto todas aquellas personas estaban comentando las líneas de mi carta que había leído uno de los dirigentes, el cual la mantenía en su mano, y sobre cuyo contenido no me dedicaban grandes elogios, sino más bien agudas críticas sobre mi pretensión de ser uno de ellos, ya que según pude comprender aguzando mis sentidos astrales, no sólo me consideraban muy joven e inexperto, sino también poseedor de una personalidad fatua y engreída. Me sentía terriblemente desilusionado y defraudado ante la actitud tan evidentemente irresponsable que estaban adoptando contra mi, pero continué allí bastante rato viendo lo que estaban haciendo. Uno de ellos había sacado un libro de Mme. BLAVATSKY –vi su fotografía en una de sus páginas–, iba leyendo algunas líneas y entonces efectuaban comentarios acerca de las mismas, los cuales me parecieron de importancia menor de acuerdo a lo leído en el texto. Después realizaron una especie de meditación que a mí desde aquel nivel astral en que me hallaba ubicado, me pareció intrascendente y, finalmente, fueron despidiéndose del dueño de la casa. Un reloj antiguo, encima de una mesita marcaba exactamente las once y media. Colgadas de la pared pude percibir las fotografías de Mme. BL.AVATSKY, del Coronel OLCOTT (su eficaz y fiel colaborador en la obra teosófica) de Charles Leadbeater y de la Doctora Besant, en aquellos momentos secretaria general de la Sociedad Teosófica. Más allá, en otra mesa mas grande, como una especie de despacho, vi la fotografía de la señora de la casa. Unos sillones, varias sillas, una alfombra muy grande y unas cortinas, al parecer de terciopelo, que tapaban un balcón que daba a la calle… Grabé todo este cuadro de situaciones en mi mente, así como la experiencia íntima de este contacto astral con aquel grupo esotérico de la Sociedad Teosófica y de pronto me sentí dentro del cuerpo dormido en la cama. Procuré retener en mi cerebro físico cuanto había sucedido, cuanto había observado y cuanto había oído durante mi desplazamiento astral. Después volví a dormirme.
A la mañana siguiente renuncié a mi calidad de miembro de la Sociedad Teosófica Española, en una carta dirigida a los miembros responsables de la misma. No les explicaba mis motivos, pero unos días después en un encuentro que tuve con mi viejo amigo teósofo, tuve oportunidad de explicarle las causas de mi renuncia, contándole de arriba a abajo toda mi experiencia astral, rogándole transmitiese a los demás miembros del grupo esotérico el testimonio de mi presencia aquella noche en la habitación donde solían reunirse y donde yo, joven inexperto, fatuo y engreído, no podía asistir. Les demostré con todo ello que un grupo esotérico –para serlo verdaderamente– debía estar constituido por personas realmente esotéricas, capaces de invocar energía de carácter trascendente y de crear “un círculo mágico” a su alrededor, insusceptible de ser atravesado por cualquier entidad, humana o dévica de inferior vibración. El hecho de que yo hubiese podido penetrar tan fácilmente ya negaba en absoluto que aquel grupo fuese realmente esotérico antes bien, indicaba a las claras que faltaba todavía experiencia espiritual, la cual no depende forzosamente de la edad, sino de la profundidad de la intención y de la experiencia interna.
Más adelante comprendí el alcance de esta experiencia que acabo de relatarles, cuando los azares de la vida me permitieron formar parte de un verdadero grupo esotérico: el de mi Ashrama; para penetrar dentro del cual debía llevarse una rigurosa vida esotérica, con una gran humildad en el corazón y un permanente deseo de amar y de servir. No intento con estas palabras criticar la actitud de los miembros responsables de la Sociedad Teosófica al negarme la entrada en su grupo esotérico. Creo que ellos obraban de muy buena fe y se ajustaban quizás a alguna norma preestablecida de circunspección y prudencia. Pero, conmigo no fueron evidentemente justos, pues mi solicitud era muy sincera y obedecía a móviles internos de investigación de las leyes ocultas de la Naturaleza, tal como debía desarrollarlos un verdadero teósofo y tal como pude desarrollar yo más adelante al establecer contacto con algún miembro cualificado de la Gran Fraternidad Espiritual que guía ocultamente los destinos de nuestro planeta.
– VBA. MEE.
22 de Mayo de 1968: La Excursión a Montserrat
“Desde hacía tiempo, un grupo de estudiantes de esoterismo de Barcelona, había proyectado una excursión a Montserrat. Lo integraban el Sr. Luis [García] Lorenzana, Secretario de la S. T. en España; Sra. Josefina Maynadé, escritora, esposa del primero; Sr. José Soteras, un amigo investigador esotérico; mi esposa y yo. La fecha programada era el 22 de Mayo de 1968, hacía solamente unos días que habíamos celebrado el Festival Wesak y aún sentíamos en nosotros les energías de la potente Bendición de Buddha.
La intención básica de este viaje era tratar de descubrir, mediante la forma de un ritual mágico, la orientación posible del centro magnético o templo iniciático de Montserrat o, cuando menos, tratar de beneficiamos de sus radiaciones. […]
Al llegar al fondo y casi frente a la pequeña ermita, percibí a un Deva resplandeciente de Luz, cuya aura de un vivísimo color azul-violeta daba a entender que se trataba de un Deva de elevado desarrollo espiritual. Huelga decir que la impresión que me causó esta Presencia fue realmente extraordinaria y que desde aquel momento me sentí invadido por una profunda sensación de paz. Pero, nada comuniqué de inmediato a mis amigos, aunque sí después, cuando en el momento de celebrar el ritual mágico meditativo me sentí potentemente impelido a transmitirles el Mensaje de aquel Deva.”
– VBA. JASH.
Agosto de 1968: Mi Amigo Luis
La experiencia que voy a relatarles ahora es de otro tipo, aunque todas sus incidencias tengan carácter astral, pues durante el curso de la misma fui consciente de la presencia de unas luminosas entidades del Reino dévico, actuando definidamente sobre el cuerpo físico de una persona moribunda. En el caso que nos ocupa se trataba del señor Luis [García] Lorenzana, secretario general de la Sociedad Teosófica española, con el cual nos unía una gran amistad.
Hacía días que se hallaba postrado en la cama y el médico no daba esperanza alguna de salvación. Leonor y yo habíamos decidido acompañar a su esposa, la señora Pepita Maynadé –muy conocida en los ambientes teosóficos y esotéricos por sus libros, poesías y trabajos artísticos–, en tanto durase aquel amargo trance y ayudarla a soportar más fácilmente aquel estado de cosas. Yo, particularmente, había decidido estar al lado de Luis por las noches a fin de que Pepita y Leonor descansasen. Me sentaba a su lado y estaba atento por si necesitaba alguna cosa. La mayor parte de las dos noches que pasé con Luis, éste se las pasó bendiciendo a la humanidad, elevando los brazos y pronunciando palabras que yo no comprendía… De vez en cuando se paraba y me miraba como preguntándose ¿quién es éste? Había perdido por completo la noción corriente de las cosas y no se acordaba de nada. Después continuaba bendiciendo y pronunciando una especie de oración o letanía.
La última noche que estuve al lado de Luis fui testigo de una experiencia psíquica muy interesante, ya que me permitió observar detenidamente un cuadro astral que nunca podré olvidar y que obedecía, sin duda, a ciertas reglas postmorten kármicamente establecidas. Aparentemente, yo me había dormido. Sin embargo, veía el cuerpo de Luis tendido en la cama y en aquellos momentos parecía descansar profundamente. De pronto la habitación pareció ensancharse extraordinariamente y vi a Luis, el auténtico Luis, flotando por encima de su cuerpo y conversando amigablemente con dos personas las cuales, al parecer, lo estaban aguardando. Al lado del cuerpo postrado en la cama había dos Devas cuyas auras magnéticas eran totalmente blancas e intensamente brillantes… De pronto mi mirada se cruzó con una de las personas que conversaban con Luis y la reconocí. Se trataba del señor J[uan] Casajuana [Comas], un antiguo miembro de la Sociedad Teosófica [LAHR: Juan Casajuana Comas ingresó a la ST el 14-03-1930 en la Rama Filadelfos.] fallecido hacía ya varios años. Me sonrió muy afectuosamente y me hizo una seña indicándome que Luis estaba a punto de dejar el cuerpo y que ya poseía conciencia astral, por lo cual no debía preocuparme. La otra persona, de acusadas facciones orientales, se había percatado también de que yo estaba observándoles y me saludó sonriente. Me era completamente desconocido, pero por el respeto que aun en aquel trance le estaban demostrando tanto Luis como el señor Casajuana, colegí que aquella persona debería ser un alma muy evolucionada y ocupando algún elevado cargo jerárquico dentro de la Sociedad Teosófica, en cuyos ambientes siempre se habían movido mis dos amigos. Continué observando con creciente interés aquel cuadro astral y de pronto mi atención se desvió hacia los dos luminosos Devas que se hallaban al lado del cuerpo de Luis, uno a su costado derecho y otro al izquierdo. Estaban absortos, como si esperasen una señal, hasta que de pronto obedeciendo alguna indicación proveniente de niveles superiores al de mis percepciones, tiraron del “hilo plateado”, llamado esotéricamente “Sūtrātma”, que une el vehículo etérico al cuerpo denso y dejaron a Luis completamente libre en el nivel astral desde donde yo estaba siguiendo atentamente aquel insólito proceso. Técnicamente Luis había fallecido. Desaparecieron entonces del campo de mi visión los dos Devas y las personas, que ya en aquellos momentos eran muchas más, que estaban aguardando a Luis y vi a éste completamente solo en medio de la habitación. Ahora se hallaba frente a mí, me hablaba y, al parecer, estaba agradeciéndome cuanto había hecho por él. Me desperté de improviso y vi de nuevo el cuerpo de Luis en la cama. Me acerqué a él, le tomé el pulso y me di cuenta de que todavía estaba latiéndole el corazón. Hablaba en forma incoherente y tenía los ojos semiabiertos.
Luis dejó su cuerpo por la mañana, antes del mediodía. Yo había permanecido junto a él todo el tiempo y en un momento determinado le había pronunciado algunos mántrams de liberación… Su muerte fue tranquila y dulce, pero había perdido totalmente la conciencia de su estado desde la noche anterior, coincidiendo quizás con la actividad de los devas que le habían desembarazado de su cuerpo físico. Así, la apariencia de vida era provocada sin duda por la actividad del elemental constructor del cuerpo físico, que aún después de haber sido desposeído del vehículo etérico continuaba durante cierto tiempo aferrado al vehículo que él había construido y del cual no quería separarse. Pero, la muerte real del cuerpo no tardaría mucho tiempo en ser efectiva y el elemental constructor debería iniciar entonces la tarea cósmica de desintegración de todos y cada uno de los elementos moleculares y atómicos que habían constituido la estructura física del cuerpo de Luis.
Es muy interesante la experiencia psíquica que acabo de narrarles, ya que era la primera vez que lograba percibir con todo lujo de detalles la parte oculta del fallecimiento de un ser humano. En las muertes de mi padre y de una hermana en las que estuve presente, lo único que experimenté fue una tremenda sensación de paz y la convicción esotérica de que unas almas se habían liberado. El caso de mi amigo, el señor Luis Lorenzana, fue muy especial, habida cuenta de que en el mismo incidía el hecho de que él era teósofo de toda la vida y seguramente estaba afiliado a algún Ashrama. Sabía pues perfectamente todo cuanto se refería al fenómeno de la muerte. Así, ajeno por completo a su cuerpo, ya anticipadamente estaba conversando en los niveles astrales con amigos anteriormente fallecidos, los cuales le estarían indicando sin duda algunos detalles con referencia al proceso de liberación corporal que estaba a punto de realizarse.
De acuerdo con las leyes de la analogía, podríamos asegurar que hay dos hechos principales relacionados con el fenómeno de la muerte. Primero, la actividad de unos luminosos devas, llamados esotéricamente “Ángeles de la Luz”, cuya misión es “segar el hilo de la vida” que une las almas a los cuerpos, en todos los niveles de la vida humana. Segundo, la presencia alrededor del cuerpo que va a ser abandonado y en el nivel astral de personas fallecidas anteriormente, enlazadas kármicamente con el alma que va a desencarnar, las cuales le dan la bienvenida a aquel nuevo estado de conciencia… La muerte, en todo caso y tal como me ha sido posible observarla, no es tan mala como la gente supone; muy al contrario, yo diría incluso que resulta altamente agradable por los bellísimos aspectos espirituales de que viene revestida. Los Ángeles de la Luz que te asisten y acompañan hacia superiores niveles de conciencia, los seres queridos que vienen a darte la cordial bienvenida a aquel nuevo estado de ser, la sensación indefinible de libertad que experimenta el alma liberada de la pesadez gravitatoria del cuerpo, etc., son aspectos substanciales asociados al fenómeno de la muerte, que no es la aniquilación del yo, sino el renacer en el seno de una nueva y más abundante vida.
– VBA. MEE.
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