Hay una facultad que, quizá más que otra alguna, nos es necesaria, tanto en lo que atañe a los asuntos ele la vida ordinaria, como en lo que se relaciona con el desenvolvimiento de la vida espiritual, que perseguimos en estos estudios. Esa facultad proporciona a quien la desarrolla y ejercita, un conocimiento exacto, preciso y valioso de la vida, útil en todas las circunstancias y en la persecución de todos los objetivos. En efecto, todo progreso, todo éxito verdadero, presupone esa facultad como una de sus fases fundamentales. Ella es el discernimiento.
Discernir es ver o comprender la diferencia; notar el carácter distintivo de algo; saber distinguir; identificar ohsnv:tlldo las diferencias.
Discernimiento es el acto de discernir; el poder o facultad de la mente por la cual distingue una cosa de otra; el poder de visualizar las diferencias en objetos y en sus re1aciones y tendencias. Visión mental penetrante. Agudeza, sagacidad y precisión en la visión interna. Penetración, o sea, el poder de ver hasta lo más profundo de una cosa, a pesar de todo lo que tienda a interceptar esa visión.
El hombre capaz de discernir no se engaña fácilmente y el que posee penetración es capaz de pensar infinidad de detalles y aspectos que se escapan a la mayoría.
Discernimiento presupone la acción de contrapesar las razones y decidir lo que consideremos más conveniente.
Cuando el aspirante decide poner su vida bajo la dirección del Alma y procura, por medio de la concentración y la meditación, educar el cerebro físico para que actúe como fiel transmisor, la primera dificultad que encuentra se debe a que hasta ese momento estaba acostumbrado a transmitir y obedecer los dictados de la mente y de la naturaleza emocional y, naturalmente, ahora encuentra dificultad en distinguir cuales son instrucciones del Alma y cuales son impulsos de la personalidad. De ahí la gran necesidad que tenemos de la facultad del discernimiento, con todo lo que esta palabra implica.
La primera distinción hay que hacerla entre el Alma y la personalidad. La primera es inmutable, la segunda es susceptible de modificación, es decir de perfeccionamiento.
“Yo soy el Alma”, es la primera afirmación.
“Concentraos –dice Charles Lazenby, en su obra ‘The Servant’–, en esa afirmación; convenceos de la verdad que ella encierra; hacedla una realidad. Viviente de vuestras vidas y os llevará lejos en el camino del conocimiento que os permitirá ayudar a otros”.
La labor de clasificación y de selección, que el ejercicio del discernimiento implica, ha de hacerse, para que sea verdaderamente útil, al correr de nuestra vida cotidiana. Un concepto puramente intelectual no nos sirve de nada. No deben, pues, desanimarse aquellos que quisieran ver señales de su progreso espiritual, pues salvo en casos excepcionales eso está fuera de lo natural. Como se nos dijo en una lección anterior, el progreso lo notan los que nos rodean antes que nosotros mimos.
Cada incidente, cada acontecimiento, cada estado de ánimo, debe ser analizado, clasificado y escogido o rechazado, de acuerdo con nuestras propias luces, a medida que ocurre; y ese es el único método práctico de purificar y perfeccionar nuestras personalidades. El aspecto indeseable de ese proceso no es tanto su lentitud, sino el sufrimiento interno, la intranquilidad y hasta la angustia que a veces lo acompaña. Pero ese sufrimiento es más el efecto de la impaciencia que de otra cosa.
No seamos, pues, impacientes; vivamos lo mejor que podamos y sepamos. y demos tiempo al tiempo. Pero observemos la vida y sus incidentes y démosles la mejor dirección que nuestra luz interna nos permita. De esta manera, la vida ordinaria no sólo nos será más llevadera, sino que resultará extraordinariamente interesante, por muy prosaica que ahora nos parezca. El verdadero progreso consiste en hacer que nuestras vidas sean interesantes y útiles; que sean un reflejo cada vez más perfecto del Señor Solar: “Quien es Pureza, Amor y Verdad”.
“El miedo y la irritación son llamados los portales de la obscuridad. Los servidores de las tinieblas infunden temor ante todo a fin de confundir al espíritu. Un corazón educado desarraigará primero el temor y reconocerá el daño de la irritación.”
Publicado originalmente en la revista Teosofía, vol. III, Diciembre de 1934, N.° 12.
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